domingo, 25 de octubre de 2009

SIN TÍTULO (C)

La vida estaba llegando al final del camino para él, pero ya había vivido todo lo que un hombre tenía que vivir. Ahora, solo le restaba descansar en el patio de su casa, en la silla verde, con una taza de té, también verde, que siempre le servía su señora. Se había hecho amigo de los pájaros, había descubierto en la naturaleza ese sentido que muchas personas pueden encontrarle, la fascinación permitió que encontrara la manera de hacerse entender por ellos, y el entenderlos, era un dialogo constante entre Celso y los pequeños cantores, al menos así era hasta que llegaba Irma con la merienda, se sentaba con él y pasaban la tarde juntos, hablando del tiempo, de los nietos, del médico que cada dos por tres tenían que ir a ver. Luego, Irma entraba e iba a hacer la cena y él recuperaba la intimidad con la naturaleza.
La tarde se perdía así, y poco a poco fue dejando la televisión, la radio y otras cosas para poder ir a hablar con los pájaros. Irma no tenía problema, al contrario, de esa manera tenía más tiempo para tocar el piano y mantener impecable la casa. ¡Ah, la casa esa!, lucía una limpieza fantástica, la casa irradiaba felicidad, la misma que irradiaba Irma con cada tecla que sus dedos viejos, como garras, apretaban en el piano y entonces la melodía llenaba todo, menos el patio, el patio era de los pájaros y del abuelo.
El era abuelo, de dos nietos. Los nietos iban y venían, lo saludaban, hablaban unos minutos y se iban adentro con su abuela, que amablemente les hacía la merienda y se quedaba hablando con ellos. Luego les enseñaba a tocar un par de melodías sencillas, pero con eso bastaba, ellos lo que querían era oírla tocar. Después ella los oía, a cada uno por separado, el pequeño tocaba siempre la misma pieza clásica (que obviamente había aprendido gracias a su abuela), cada vez la tocaba mejor y con más esmero, esperando la aprobación de su abuela, que nunca se hacía esperar. El más grande, solo cinco años mayor que el otro, siempre tocaba distintas composiciones hechas por el mismo, sin embargo, con la misma ternura aprobaba ambas, y con esa misma ternura los despedía, esperándolos volver a ver al próximo día.
El era abuelo, de dos nietos. Dos nietos a los que vio crecer, poco a poco, desde su silla verde, desde su lugar los vio pasar de pequeños, luego jóvenes, y luego ya no los vio pasar más, y los veía cada tanto, porque entraban por adelante a lo de su abuela, no por atrás, y solo a veces, porque ahora estaban más ocupados que antes. Ellos estaban distintos, pero Irma estaba igual, la tintura hacía maravillas en sus abundantes cabellos castaños, siempre con forma, porque nunca olvidaba usar el spray, siempre con forma, porque cada vez salía menos. Porque su vieja gata, “la cuca” había muerto, y como había muerto, no había necesidad de salir muy lejos, y el viento no la alcanzaba. Pero tampoco visitaba mucho a Celso, allá afuera solo salía a la hora de merendar y a la hora de cenar, el patio ya tenía dueño, y Celso ya era de los pájaros.
Y cuando ya había aprendido de los pájaros, aprendió del cielo, aprendió a mirar el cielo. Y aprendió que ahí arriba hay muchas cosas que nosotros ni podemos imaginarnos, y así fue haciéndose amigo de las nubes. Pero los pájaros no se pusieron celosos, por que en la naturaleza todo es armonía y si algo a simple vista parece caótico, en el fondo tiene un por que.
El piano envejecía con Irma, pero las melodías siempre eran, son, y serán eternas, por que si Irma dejaba de tocarlas, permanecían en la memoria de cualquiera que estuviera lo suficientemente cerca como para haberlas oído, por que sus ejecuciones no daban para otra cosa que no fuera el recuerdo. No se volvió a traer un gato a esa casa, pero “negro” el gato de su hijo que vivía en la casa de al lado, cruzaba del humilde paredón para ir al lado de Celso, y así Celso pudo hacerse amigo del gato, y los pájaros no se asustaban, porque confiaban en Celso. Y entonces venían los nietos en busca del gato, pero el gato no quería irse, entonces el nieto más pequeño iba a merendar con la abuela mientras el más grande hacía lo suyo en el piano, y todo estaba bien.
Y la silla había ido perdiendo el color verde con el tiempo, la pintura no duraba, pero el té si, siempre era verde. Y el pelo de Irma siempre era castaño, y ese cuadro parecía no tener fin.
Pero un día el piano dejó de sonar, así de sencillo. Primero fueron unas teclas que falsearon, luego los pedales no respondían y finalmente Irma tocaba una melodía sin sonido, pero tocaba la melodía, y ella podía oírla porque la había tocado tantas veces… Al lado compraron un piano eléctrico, por lo que los nietos ya crecidos dejaron de ir a visitarla, y apenas intercambiaban saludos. Ahora sonaba otro piano, pero no era Irma quien lo tocaba, y el sonido no era el mismo, ni las canciones.
Al viejo piano lo llevaron a arreglar, y al mes todo era como antes, los nietos volvían a oír a su abuela cada tanto, el piano sonaba como siempre, la casa estaba impecable.
Pero aquella tarde, cuando Irma dejó de tocar y salió afuera a buscar a Celso para el ritual del atardecer, él ya era parte total de la naturaleza.

Seudónimo: La sombra del árbol

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