viernes, 30 de octubre de 2009

JAVIER (C)

La cabeza sobre el escritorio situado frente a la ventana que daba al mar. Una taza de café ya fría y a medio tomar a su lado. Así lo encontré, así lo encontré a Javier.
Él ya sabía que se le iba a terminar, no era ningún tonto; sabía descifrar cualquier indicio que la vida le presentaba frente a sus pupilas. Yo siempre dije que éstas adquirieron su expresión tan particular durante años y años agobiándose por el intenso brillo de la luz en los relojes.
Sí, Javier era relojero, pero no era uno cualquiera. Tenía un proyecto. Él soñó toda su vida con crear un reloj de sentimientos. Así, uno podría hacer que un mal día terminase en un abrir y cerrar de ojos y que uno bueno nunca llegase a su fin. También se podría parar el tiempo, pasarlo en cámara lenta e incluso se podría volver atrás; pero con una condición: no cambiar absolutamente nada. Su fin era totalmente melancólico y noble: revivir hermosos momentos. Así fue como mi antiguo compañero de juegos dedicó sus años a crear este reloj.
En un principio se lo notaba apasionado, revitalizado, lleno de vida como nunca antes, con ganas de saltar en charcos y tararear la cumparsita. Sin embargo, esa llama se empezó a desvanecer poco a poco, al igual que el brillo en su mirada, pues su proyecto no llegaba a ningún resultado alentador. Pero él nunca se dio por vencido; era un soñador y, como buen soñador había aprendido a no dejar morir la esperanza. Pasó décadas y décadas armando y desarmando minuciosamente su reloj, tratando de hacerlo andar; como era de esperarse, se obsesionó. No hacía otra cosa que no fuera trabajar en su reloj y darse siempre contra la misma pared.
Hace seis meses, le diagnosticaron metástasis: cáncer por todo el cuerpo, un cáncer bien adentro. Lo fui a visitar al hospital y ahí fue cuando lo vi, su mirada había cambiado. Estaba totalmente apagada. Ahí fue cuando me di cuenta.
Me senté a su lado y él, con cierto esfuerzo, colocó el reloj en el que tanto había trabajado en mi mano, me miró y me dijo:
- No funciona y nunca funcionará. Invertí toda mi vida en él sólo para darme cuenta de que los buenos momentos son el condimento de la vida, el condimento que nos ayuda a digerir los malos; pero son sólo eso, momentos. No podemos perdernos tratando de revivirlos, porque es imposible; hay que aprender a disfrutar de los nuevos que se nos hacen presentes en el día a día. No cometas el mismo error que yo.
Tomé el reloj y cerré el puño bien fuerte, me despedí, y cuando estaba por cruzar la puerta lo oí:
- ¿Qué loco no?, tantos relojes y siento que las horas no pasan, tantos relojes y se me está acabando el tiempo.
No volteé a mirar y me fui de allí.
El médico le había diagnosticado que el cáncer era terminal y unos días después, en el hospital fueron tan bondadosos y corteses que lo dejaron irse a morir a su casa frente al mar.
Un domingo, el reloj que él me había obsequiado (que marcaba la hora atrasada y no había manera de arreglarlo, no al menos para mí) se paró, dejó de funcionar. Fui entonces a visitarlo y ahí lo encontré: con la cabeza sobre el escritorio situado frente a la ventana que daba al mar. Una taza de café ya fría y a medio tomar a su lado. Así lo encontré, así lo encontré a Javier.
El reloj ahora descansa en lo hondo del océano, fuente de asombro y fascinación de mi antiguo compañero de juegos. El reloj ahora descansa en lo hondo del océano, donde no reinan ni el cáncer, ni el dolor, ni el tiempo.

Seudónimo : Sueños de un hombre despierto.

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