sábado, 31 de octubre de 2009

GULI (A)

¡Ayúdame en la cocina! ¡En un rato comemos! – Escuché el grito de mi mamá llamándome. Mi estómago rugía desde horas atrás pero no se me antojaba bajar las escaleras a buscar algo que comer. Cuando llegué a la mesa, de roble, antes suave y lustrada, ahora rallada, desde que mi mamá se había especializado en tallar madera, descubrí que había cinco sillas, cosa que llamó bastante mi atención ya que desde que mi papá había fallecido no ocupaban la mesa más de dos sillas. Estaba confundida, intentando formular la pregunta, y cuidando mi tono de voz para que no sonara tan impresionada o curiosa por algo tan tonto -por llamarlo de alguna forma- cuando ella me dijo, adivinando mi expresión, que teníamos invitados de otro pueblo, que eran de mi misma edad y que venían por un trabajo escolar. Pude adivinar que no había cambiado mi cara de atónita, cuando me pasó la mano enfrente de mí porque me había quedado tildada mirando el mantel blanco de piel que cubría la mesa, y el centro que ocupaba la mayor parte de ésta, con un florero hecho por mi madre (de madera por supuesto) con flores silvestres de la selva que nos rodeaba. Supe que era gente más civilizada que nosotros, que no era de pueblo, sino de grandes ciudades y que venían a conseguir información de nosotros para un trabajo de una materia que tenían llamada Historia universal, al recordar las palabras de la profesora Tinia cuando me dijo que me había elegido por mi ‘‘gran poder de descripción’’, cosa que yo no creía demasiado.
Eran las ocho treinta de la noche, mi mamá, desesperada por la nueva visita, me rogó que me bañara sin importar si lo había hecho a la mañana o no, y que me vistiera con mis mejores ropas. Nuestra ducha era un balde de madera, con agua del río que cruzaba nuestra zona, y mis ropas no eran mas que abrigos de piel de los animales de la selva, los mas indefensos y pequeños ya que no teníamos los granos de maíz suficientes para pagar esas caras vestimentas de piel de tigre, y hasta de elefante. Una vez terminada mi tarea, fui a la cocina pensando en que podría ocupar mi tiempo para no tener que cocinar, cosa que odiaba, en especial si teníamos que desgranar el maíz fresco de nuestro huerto, sabiendo que era lo único que teníamos, tanto para alimentarnos como para pagar los impuestos de la casa, que no eran demasiados. Decidí ir afuera a regar las plantas de nuestra huerta y cosechar todo el maíz que pudiera para guardarlo en nuestra ‘‘caja de ahorros’’ de madera, fabricada por mi madre, cuya tapa decía ‘‘ahorros’’, por eso ella decía que era original. Cuando estaba cruzando la puerta, en verdad corriendo la cortina de suave piel de oso que nos mantenía calientes impidiendo la entrada de corrientes de viento, pensé que si lo hacía tendría que volver a bañarme y cambiarme, con otras prendas, mas feas que éstas que llevaba puestas. Mientras pensaba todo eso, aún seguía en la puerta mirando el suelo, cuando vi unas sombras acercarse. Levanté la mirada, todavía viéndome con las otras ropas, desprolijas y rotas enfrente de los muchachos que seguramente vestirían más elegantes, cuando los vi a ellos, hermosos, de piel blanca, cabellos dorados y crispados y ojos claros, similares a un celeste o verde. Me llamaron por mi nombre, Nuyén, con esa voz diferente y su acento cordobés. Eran muy diferentes a nosotros, ellos de piel blanca, nosotros de piel morena; ellos de ojos claros, nosotros de ojos marrones; ellos de cabellos suaves y dorados, nosotros de cabellos rizados y secos; ellos altos y flacos; nosotros petisos y rellenitos; ellos de buen comer, nosotros alimentados solo con granos de maíz; ellos civilizados, nosotros apenas sabiendo leer y escribir tanto nuestra propia lengua como la suya con ladrillos sobre piedras; ellos pudiéndose comunicar con esas cosas extrañas que llevaban en sus bolsillos, nosotros solo mediante cartas que llevaban las águilas mensajeras, y tantas mas, que en ese momento no se me ocurrían. Me quedé muda al escuchar sus voces aterciopeladas. Mi madre los invitó a pasar, pero yo aún seguía sosteniendo la cortina boquiabierta. Me tuvo que empujar unas cuantas veces para que yo cayera en lo que estaba sucediendo, hasta que reaccioné y me corrí intentando mantener el respeto.
Se quedaron a cenar; en la mesa, estaban callados, demasiado para mi gusto, sabía que mi mamá se estaba quedando sin preguntas a las que ellos respondían con un simple si o no, por lo que decidí actuar y empezar a describir el lugar. Primero tuve que esperar a que ellos sacaran de esas bolsas hechas de un material raro que aquí no teníamos una especie de libreta con hojas, según ellos fabricadas a partir de troncos de árboles y unos palos finos con puntas que tenían alguna especie de tintura especial que escribía en esos papeles, cada una de diferentes colores. Comencé mi relato:
Soy Nuyén, habitante de Tulke, un pueblo indígena situado en una zona selvática, por lo que tenemos clima cálido la mayor parte del año. Vivimos en chozas hechas con paredes de troncos de árboles y techos de paja. Sus puertas son simples, con pieles de animales de la jungla que nos rodea. La aldea está fortificada con una pared de troncos de los árboles más fuertes de la zona y por fuera de ésta pasa un río denominado río Guacamayo, ya que cuando ellos lo hallaron, estaba lleno de guacamayos sedientos, que se volaron rápidamente al ver a los extraños visitantes. – en ese momento me miraron con cara extraña, y supe reconocer lo que les había sucedido: al cruzar el puente que unía las dos orillas del río los guacamayos que todavía siguen bebiendo agua de allí, se volaron, inacostumbrados a ellos; seguí mi descripción haciéndome la distraída – Cada choza tiene su cantidad de granos de maíz, con lo que pagamos todos nuestros bienes. Estos granos se adquieren de las plantas de maíz que están plantadas en nuestras huertas, de las que también nos alimentamos. Podrán ver que cada choza es más grande o pequeña y tiene mas plantas de maíz o menos, dependiendo del poder adquisitivo de las mismas. Los niños y adolescentes de cada familia vamos al ‘‘instituto’’ así llamado por nosotros, en un intento de creer que estamos yendo de verdad al colegio ya que no aprendemos mas que la historia de nuestros antecesores y a leer y escribir tanto su lengua como la nuestra. Las mujeres adultas se encargan tanto de la recolección de maíz como de frutos que se encuentran fuera de la aldea. - ahí fue cuando los tres miraron las flores que adornaban el aburrido florero de madera, pero yo seguí mi relato para no olvidar por que parte iba – En cambio los hombres son los encargados de prepararse para cazar a los animales que sirven de alimento para las familias que pueden pagarlos y de vestimenta, variando su valor dependiendo del tamaño. – Dejé de hablar, finalizando mi relato, pero ellos aún seguían mirándome con cara ansiosa. Les dediqué una sonrisa, intentando calmar su ansiedad y que dejaran ese palo en la mesa y así levantarse e irse ya que me estaban poniendo bastante nerviosa al ver cuanto tenían ellos, todo lo que a nosotros nos faltaba para tener una vida más fácil. Mis pensamientos se cumplieron, pero antes de irse, me volvieron a agradecer con esa dulce voz y dejaron en mis manos un lindo oso de peluche que tenía una carta que decía: Gracias por todo Nuyén, nos diste lo justo y necesario para nuestro trabajo... ten cuidado con esto, es delicado aunque no lo parezca, te lo mereces mucho pero intenta de no alardear ni mostrarlo demasiado. Pablo, Matías y Santiago.
Tenían nombres de ciudad, tal como lo pensé. Me quedé en la puerta de mi chocita, viendo las últimas sombras de los visitantes y pensando cual era el significado de esa carta.
Esa noche me acosté, totalmente cansada después de ese día agotador. Al día siguiente desperté todavía dormida, ya que la mayor parte de la noche no había pegado ojo pensando en esa rara carta. Desayuné un cuenco de cereales (de maíz) como de costumbre y volví a subir las escaleras para armar mi ‘‘cama’’. Busqué el oso de peluche por todos lados, pero no lo pude encontrar. Estaba en eso, cuando escuché un débil rugido que provenía de mi montón de ropa tirada a un costado de la puerta. Tiré esa ropa al suelo, desesperada por ver que era lo que me había sorprendido a mitad de mi búsqueda. Debajo de las prendas había un pequeño oso bebé que tenía en su mano la carta de los muchachos, el mismo color que el peluche y su mancha en el ojo: era idéntico. Bajé las escaleras con Guli (así lo llamé) en mis brazos y comprendiendo el significado de las palabras enroscadas del papel. Mi mamá no me creyó ni una palabra de lo que le dije hasta que llegó la noche y al esconderse el último rayo de sol el oso volvió a ser de ese material extraño. Ninguna de las dos lo podía creer.
En los meses que siguieron, Guli creció hasta llegar a un punto en el que ni siquiera el peluche entraba en mi habitación, ya que a medida que crecía el oso real, también lo hacía el de peluche. Siete meses después de la llegada de los extraños, Guli era una enorme bola de pelos y mi madre ya no lo quería tener en casa ya que llamaba la atención de los vecinos y ya era demasiado grande para nuestra pequeña choza por lo que me pidió que lo llevara a la selva. Yo no quería, pensando que por más de que no quisiera todas las noches se convertiría en un juguete y cualquier niño que pasara por allí lo querría para él.
No sabía qué hacer, si hacerle caso a mi madre o hacer lo que yo quería con Guli, mi mascota y a su vez compañero para dormir. No quería abandonarlo aún, por lo que le dije a mi mamá que me dejara pensar que era lo que haría con él. Me aproveché de ese tiempo que me dio para no pensar, sino pasar todo el tiempo que pudiera con él; hasta falté al ‘‘instituto’’ unos cuantos días, creyendo que al siguiente Guli tendría que abandonar la choza. Y así fue, uno de esos días en los que no quise ir a la escuela, mi madre me dijo que ya era hora, que pensara dónde lo llevaría. Me di cuenta por su posición de brazos cruzados y cara seria que ya no me iba a dejar más tiempo para fingir que pensaba. Por suerte se me ocurrió una brillante idea, que podría servir. Después del colegio, me fui a ver a Kungüé, la bruja de Tulke y le rogué que me ayudara. Como siempre pensó en la mejor idea: convertirlo en un oso real e inmortal, asi los cazadores no lo podrían matar y lo podría visitar las veces que quisiera, sin preocuparme de lo que pasara. Le llevé a Guli. Ella lo encerró en una habitación terrorífica, oscura y húmeda. Me quede afuera esperando, estaba viendo el cielo, las nubes, cuando vi unas luces provenientes de esa habitación. Luego de unos minutos salió el gran oso y detrás Kungüé con una sonrisa de oreja a oreja por lo que comprendí que le había salido bien.
Llevé a Guli a la selva y le prometí que siempre lo visitaría y le daría granos de maíz. Y así fue, mi madre comenzó a vender esos ‘‘originales’’ productos de madera y así ganamos unos cuantos granos de maíz más. Nuestra choza se fue haciendo cada año más grande y la huerta también gracias a todas las plantas de maíz que teníamos. Mis ropas fueron cambiando hasta tener una de piel de tigre, y la puerta de la choza también. Tuvimos una hermosa ducha (de madera) y una cama de verdad. Todos los días, después del instituto, visitaba a Guli, mi amigo, y le llevaba un gran cuenco con cereales de maíz. Fue un gran amigo, hasta que un día, la aldea se tuvo que mudar de lugar, hacia otra selva ya que Kungüé anunciaba la fuerte erupción del volcán que dominaba la zona. Siempre llevé y llevaré su recuerdo en mi mente y en mi corazón.

Seudónimo: Martina Martinez

No hay comentarios:

Publicar un comentario