domingo, 25 de octubre de 2009

ESCISIONES (C)

Nunca me había llevado bien con mi mente. Al principio, cualquiera podría haber pensado que estaba desarrollando alguna patología psiquiátrica, como esquizofrenia o algo similar, pero yo sabía muy bien que no era ninguna de esas cosas la que se engendraba en mi interior. Al principio, ni yo me daba cuenta de qué estaba pasando. Al principio, le atribuí las inquietudes que mi mente comenzaba a generarme, al stress, el cansancio, las preocupaciones que cualquier persona normal podría tener.
Con el paso del tiempo, comencé a distanciarme de cualquier trato con otro humano, y a darme cuenta de que yo no era normal. O mejor dicho, yo lo era, pero ella, mi mente, se había ido desprendiendo, fortaleciéndose, y ahora se estaba alzando en mi contra. Ella no era una parte de mí. Éramos dos entes independientes conviviendo en un mismo cuerpo. Se había desatado la lucha por ver quién lo gober- naría. Cada segundo que pasaba, yo iba perdiéndome a mí misma, y ella se apropiaba de todo lo que era mío. De cualquier modo, lo que estaba pasando ahora no era culpa suya. Ella no era capaz de crear esas imágenes, ni siquiera ella sería capaz de hacerme esto. Y sabía eso en lo más profundo de mi ser, porque me aferraba al recuerdo de cuando ella y yo no éramos dos personas distintas. Lo que estaba por ocurrir la atormentaba a ella tanto o más que a mí.
Desde el último año, mi mente había dedicado cada segundo de su existencia a tratar de destruir la mía. A veces no me dejaba dormir por días y cuando las fuerzas me fallaban, se apoderaba de mí y me arrastraba al borde de los acantilados, al fondo del mar, o me encontraba con un cuchillo en la garganta. Y en esos momentos, con las pocas energías que me quedaban, resistía. Mi cuerpo y mi alma no tenían ya el poder de luchar contra ella, pero no me rendiría sin pelear. Entonces, me concentraba y la empujaba al fondo de mi cerebro, dándome el tiempo suficiente para volver corriendo a casa, o para meter todos los objetos punzantes en una caja bajo candado y tirar la llave. A veces, cuando ella no me estaba molestando, me ponía a pensar en mis opciones. Sabía muy bien que no iba a aguantar mucho tiempo más así. ¿Qué podía hacer? No podía ir a un psiquiatra, no podía ser internada en una celda acolchada porque ningún profesional podría diagnosticar niguna anomalía en mí. Ella lo sabría y se comportaría como si no fuera mi potencial asesina. Y además, eso no sería de ninguna ayuda con lo que ocurría ahora, porque no era otro de sus trucos. Era algo real. Algo que me perseguía dondequiera me dirigiese. Todo empezó cuando, tras días sin dormir, ella me concedió una noche de sueño. Me dormí enseguida, pero abrí los ojos muy pronto. Estaba en un lugar muy oscuro y desconocido. Sólo podía distinguir una sombra aureolada por una luz mortecina parada a unos cuantos metros de mí. La sombra era más o menos del tamaño de una persona. Me inquietaba el hecho de no saber qué estaba haciendo ahí, porque era muy claro que no estaba soñando; los sueños no son así. Comprendí que esto sí era culpa de mi mente. Ella me había enviado a este lugar con el objetivo de continuar con su programa de devastación, pero esta vez ambas pagaríamos las consecuencias. Intenté moverme pero me sentía débil como si hubiese corrido kilómetros sin parar a recuperar el aliento. Entonces, la sombra comenzó a avanzar hacia mí. Se me heló la sangre. Se desplegó como si estuviera hecha de humo y me atravesó. Sentí un golpe seco en el pecho. Me sentí caer, hundirme. Pero en el momento en que creí haber perdido finalmente la guerra, una fuerza de vértigo me arrastró nuevamente hacia arriba. Confundida, miré a mi alrededor. Estaba a varias cuadras de mi casa. Hacía frío. Mi mente gritó con furia, haciéndome vibrar. La ignoré al escuchar unos pasos que me seguían. Me di vuelta y vi una especie de resplandor sutil alejándose por la esquina. Recordé que eran las tres de la madrugada, que acababa de salvarme de ella, y que hacía días que no dormía, y me apresuré a volver a mi casa antes de permitirme pensar en nada más. Me di cuenta de que estaba a punto de darme un ataque de histeria cuando entré a mi habitación; la atmósfera había adoptado un clima tan tenebroso y opresivo que mi mente no sería capaz de crear. La maldije. ¿Dónde me había enviado? ¿Cuándo se iría eso que había traído conmigo? En aquel momento creía que esas sombras que me perseguían se esfumarían al amanecer, como las pesadillas se esfuman al despertarse. Estaba muy equivocada, porque, aunque hice todo lo posible por no creerle, ella me advirtió. Las sombras que había arrastrado no iban a dejarme. Era su culpa. Y por una vez, también ella pagaría las consecuencias de sus actos, aunque ambas los padeciéramos. De cualquier modo, yo la padecía a ella todos los días de mi vida; pero en este punto también esta errada, porque ella, y sus trucos, no eran nada en comparación. Me miré al espejo. Era una visión atroz. Una parte de mi cara era la mía, reflejaba mi miedo, mi cansancio, mi odio hacia ella. Otra parte era su propio reflejo, resentido, frío, y aterrado; yo no era la única que temía esos fantasmas. Y atrás de nuestras caras, estaba la sombra. Persiguiéndome. Acechándome. Esperando el momento justo para derribarnos a las dos. Me rodeaba y me envolvía en todo momento. Se convertía en aquello que peor nos hacía.
Mi mente y yo estábamos en un nivel igualitario desde la llegada de la sombra. Para mí, sólo era otro ser más que intentaba destruirme. Estaba acostumbrada a soportar cosas así. Pero ella que se creía omnipotente, ahora estaba recibiendo un poco de lo que solía darme a mi.
Supe que mi pesadilla había llegado a su punto culminante cuando una mañana, al despertar, había tomado la forma de una persona, y se hallaba sentado a los pies de mi cama. Lo miré sin comprender, a pesar de saber que no se trataba de un humano; un hombre nunca podría tener esa mirada. Se paró con los ojos fijos en mi, sonrió maliciosamente y se deslizó a un rincón de la habitación. Corrí al espejo. Él copió mi movimiento y se situó en su lugar habitual. Allí donde debía estar su reflejo, sólo había una sombra. Me di vuelta. En ese momento, supe que ella estaba arrepentida de haber tratado de acabar conmigo y arrepentida de terminar consigo misma en su intento. La sentí encogerse. Mi orgullo y todo el sufrimiento que ella me había causado se alzaron en mi interior. Y al sentir como ella golpeaba las puertas de mi alma, clamando perdón, las cerré. Me obligué a devolverle aunque sea una parte de lo que me había hecho. Ella seguiría ocupando su lugar en mi cerebro, como las mentes normales. Me miré de nuevo al espejo. Otra vez mi cara estaba dividida. Él parecía regocijarse en mi ataque de odio, y regocijarse en el sufrimiento de ella. Se acercó con esos movimientos etéreos y apoyó su mano en mi pecho. Sentí el mismo golpe que aquella vez en ese lugar oscuro donde lo encontré. Miré su mano en mi pecho, y luego a él. Algo intangible había cambiado en su rostro. Sus ojos eran ahora más humanos. Su tacto había dejado de ser etéreo, y ahora era mi piel la que tenía ese aspecto fantástico. Mi mente se agitaba como si estuviera recibiendo descargas eléctricas, pero al cabo de unos minutos, sentí como ella se deslizaba fuera de mí, y la observé ingresando en él. En ese momento, por primera vez, me sentí completa. Sentí que me había librado del miedo, del dolor. Y sentí una fuerza que me arrastraba a aquel ser que estaba frente a mí. Sentí su mano cálida contra mi piel transparente. Él me devolvió la mirada con esos ojos inhumanos en ese rostro humano, y esa sonrisa aterradora que decía mil palabras sin pronunciar una sola. Vi los dos reflejos en el espejo. En su lugar, un hombre joven, con un doble rostro, uno apacible y soberbio, otro frío y aterrado. Y a su lado, donde debería estar yo, una sombra que lo rodeaba.

Seudónimo: Arwen

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