martes, 20 de octubre de 2009

LA DEMOCRACIA DA FRUTOS (B)

Juan era un adolescente como cualquier otro de su edad. Revoltoso, le gustaba jugar a la pelota en el barrio, ir a bailar los sábados; tenía novia y amigos, con los que pasaba la mayor parte de su tiempo libre. Vivía con su familia en una humilde casa, con sus padres y cuatro hermanos.
Estaba cursando su último año en la secundaria, a la que detestaba, y más en ese momento que, le escucharon decir “parece una cárcel, ¡no podemos hacer nada!”. Se manifestaba de esa manera en su casa, lejos de esos hombres de uniforme, con bigote prolijo, que parecían vigilar todo lo que hacía, los militares. Y su padre le repetía que por favor no se metiera en problema con ellos, que eran peligrosos. No había motivo para no hacerle caso. Hasta ese día.
Una mañana como cualquier otra, Juan fue a la escuela caminando bajo el frío sol de la mañana, con sus hermanos a cuestas. Llegó al colegio y todo parecía normal, nada extraño. Lo revisaron, como acostumbraban los hombres de bigote, y fue derecho a su clase. Pero allí, no estaban ni Pedro ni Tomás, los gemelos traviesos, sus mejores amigos, los que varias veces habían sido citados ante los militares por sus “inconductas”. Juan sabía que algo raro debían hacer, porque, fuera de las bromas, siempre esquivaban a los uniformados y de tanto en tanto él los sorprendía fijándose si no había moros en la costa, o cuchicheando.
Preguntó a sus compañeros, en el recreo, si los habían visto; era raro que faltaran, los dos juntos, siempre tempraneros y presentes. Y sin embargo, ni rastro de ellos. Juan presentía que había gato encerrado; en los últimos días se los veía visiblemente nerviosos y habían ido más veces que de costumbre a la Rectoría, lo cual daba que sospechar.
-Escúcheme, usted, que anda preguntando por esos mocosos, mejor cierre la boca si no desea meterse en un problema –le dijo un militar que lo veía investigando. Esas palabras confirmaron un mal presentimiento; si los hombres que según papá eran “peligrosos”, que apenas si le dirigían la palabra a alguien, le hablaban así, entonces realmente Pedro y Tomás andaban en malos asuntos.
Sin poder pensar en otra cosa, cuando terminó la jornada escolar volvió a su casa y le comentó a sus padres lo sucedido. Ellos le pidieron que
-Por Dios, Juan, ya volverán, pero por favor, no te metas con los militares. Y, por lo que más quieras, no preguntes a sus padres por ellos, no te metas con los militares, no te metas con los militares.
Él los notó muy intranquilos, preocupados de una manera que no solía acontecer, pero no pudo contenerse y sabiendo que algo malo pasaba, decidió no abandonar a sus amigos.
No fue a sus casas porque no había forma de que sus papás no se enteraran de las visitas. Los telefoneó, pero nadie nunca atendió. Empezó a buscar, a ver si también la gente desaparecía así como si nada, como Pedro y Tomás, de los cuales ya iban tres días sin que nada se supiera.
Un jueves decidió ratearse de la escuela e ir al centro, a ver a unas viejas locas que a veces estaban en la tele, que reclamaban porque sus hijos y nietos habían desaparecido, hecho que por supuesto el Gobierno negaba. “Un desaparecido es un ente, no está”, “hubieran cuidado a sus hijos”, les decían a veces. Juan fue a verlas, de manera sigilosa y secreta, para ver si podían ayudarlo en la búsqueda de sus amigos. En la Plaza de Mayo, le contestaron que cabía la posibilidad de que los chicos hubieran sido secuestrados por la “Dictadura”, un término nuevo para él. No obstante, le preguntaron si tenía creencias fehacientes que le hicieran pensar que andaban en algo ilegal. Les contó lo que venía pasando, y las mujeres, que se hacían llamar “Madres y Abuelas de Plaza de Mayo”, le dijeron que volviese el jueves siguiente para ver si había novedades.
Los padres de Juan no se enteraron de su faltazo, así que no le costó volver a hacerlo cuando las mujeres se lo pidieron. Le tenían trágicas noticias: en forma de susurro, le contaron que Pedro y Tomás eran militantes comunistas, según habían averiguado, y algunas personas de su barrio habían visto actividad castrense, por lo que muy probablemente si habían desaparecido era porque estaban presos por la Dictadura y era difícil que salieran, dado que en ese momento cada vez “chupaban” más gente de la que devolvían. O podían haberse escondido, y no contactarse con su amigo para no meterlo en aprietos. Sea cual fuere la causa, estaba claro que los perseguían. ¿Y por qué, si ellos no hacían nada malo? Juan no pudo controlarse. Estalló en lágrimas.
-¿¡Qué derecho tienen a perseguirlos, si sólo no pensaban como ustedes!? –salió a gritar a los cuatro vientos, ante el asombro de algunos periodistas y camarógrafos de televisión que retrataban a las viejas locas, y algunos hombres que merodeaban por ahí, solos. Demasiados para un día lluvioso como aquel, pero claro, nunca Juan hubiera imaginado que los militares eran capaces de vigilar a las Madres y Abuelas. Cuando se dio cuenta del error que había cometido, no sólo lo habían filmado, sino que los bigotudos lo fulminaban con la mirada. Volvió a mirar y lo estaban empujando, arrinconando contra un árbol. Lo subieron a un Falcon verde, encapuchado, y rápidamente se lo llevaron.
Pero no contaron con la presencia de la prensa, que había registrado todo, y de las activistas, a las que no podían tocar porque enseguida se sabría y la comunidad internacional arrinconaría a la Dictadura. Ésta no tuvo más artilugio legal que decir que Juan había vulnerado el orden público, por lo que justificó la detención aunque tuvo que soltarlo ante la presión mediática.
Juan quedó, por poco, en cuarentena. Sus padres estaban conmocionados, no vio a sus amigos por meses, no volvió a ir al colegio, por el miedo que tenían de que se lo llevaran y esta vez no estuvieran los medios y las militantes para defenderlo. Era una desgracia con suerte, decían, no sin razón.
Pero no le importaba a Juan, que se preguntaba cómo podía haber tanta malicia, tanta mordaza, cómo a uno no lo dejaban decir lo que pensaba sin ir preso. O peor aún, cómo Pedro y Tomás habían sido detenidos -y quizás muertos, pensaba con angustia- tan sólo por militar en sentido contrario al del poder de turno.
Poco a poco Juan se reinsertó en la vida social. En la escuela, los uniformados lo acribillaban con la mirada y sus compañeros no se atrevían a hablarle. Con el paso de los años, y de una guerra también, la Dictadura fue debilitándose, y él, con alegría, no veía desaparecer más personas, pero tenía un gran vacío en el corazón al no saber dónde estaban Pedro y Tomás, que nunca habían aparecido.
Llegó, finalmente, el día que se fueron los de bigote, y asumió otro bigotudo, pero con pinta de buen tipo, elegido por la gente, que había podido expresarse.
-Eso, m’hijo, se llama democracia –le contó su abuelo, emocionado, con lágrimas en los ojos-, algo que lamentablemente no siempre podemos disfrutar. En democracia, podemos pensar diferente a los poderosos, disentir, participar, no como en las dictaduras. Es precioso.
Desde que subió el nuevo hombre de bigote, no faltó ni una vez a las rondas de los jueves de las Madres y Abuelas, siempre con un cartel de sus amigos en mano. No supo de ellos, pero por lo menos, con satisfacción vio marchar detenidos a los que tanto daño seguramente le habían hecho a Pedro y Tomás, y muchos otros.
En las reuniones semanales nunca más volvieron a secuestrarle hombres de bigote. Y como él, no volvieron a desaparecer personas en lo inmediato. Ahora Juan podía decir lo que quería en libertad, nadie lo amordazaba, como en la Dictadura. Entonces, por fin, tenía la posibilidad de decir lo que quisiese, pelear por sus amigos: la democracia, había dado frutos.

Seudónimo: Conan

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