sábado, 31 de octubre de 2009

BELLA MAÑANA DE SÁBADO (C)

Bella mañana de sábado era aquella, la de un primero de junio del último año del siglo veinte, en la que doña Cata se levantaba, acompañada por el cantar de las avecillas. ¡Sí, era un nuevo día, otro día más en la vida de esta pobre jubilada! El milenio ya se estaba acabando, pero poco y nada le importaba esto a la vieja. Estaba sola, completamente sola en aquella casa que durante décadas había soportado todas las vicisitudes familiares. Sin embargo, desde la muerte de su marido, don Fernando Giprieto, unos años atrás, ni sus hijos ni sus nietos habían vuelto a visitarla. “¡Bah, qué justamente no es este día para amargarme!”, se dijo a sí misma doña Cata. Y a decir verdad, tenía razón.
Un primero de junio del año veintiséis de ese mismo siglo la señora Catalina había comenzado a existir, y ella no veía la razón por la cual no celebrarlo. No importaba que lo hiciera sola ni que nadie le cantara el cumpleaños, ¡sólo bastaba con que Fernando Bravo le mandara un saludito desde Radio Continental! Así que doña Cata se levantó de su cama, se calzó sus pantuflas y bajó las escaleras. Inmediatamente colocó la pava sobre el fuego de la hornalla, y seguidamente sintonizó la emisora.
Mientras el pancito se calentaba, doña Catalina comenzó a discar, como todas las mañanas, el número telefónico de la radio para dejar su mensajito. Debía hacerlo ni bien el reloj diera las nueve en punto, pues sería entonces cuando una multitud de señoras mayores “de anécdotas”, como decía Fernando, se abalanzarían sobre sus teléfonos para intentar escuchar la voz de su conductor favorito en el contestador automático de la radio. Se ve que se levantó con suerte, porque Cata logró que la atendieran al primer intento. O tal vez no era suerte: por ahí se debía a la agilidad que todavía tenían esos hábiles dedos de vieja costurera.
Una vez cumplido el objetivo, doña Cata subió el volumen de la radio para no perderse el saludito que le sería dedicado. Si bien la mañana estaba fresca, había amanecido completamente despejada, y la anciana se animó entonces a salir al jardín desde el cual, de todas formas, se podía seguir oyendo la radio. Fue entonces cuando por fin dijo buenos días su querido Fernando, y unas lágrimas amagaron a salir de los ojos de doña Cata como consecuencia de la emoción. Sin embargo, se contuvo y se dispuso a escuchar los saluditos especiales, sabiendo que en cualquier momento su nombre sería mencionado.
Casi doña Cata había logrado oír su voz preferida deseándole un feliz cumpleaños, cuando empezaron los gritos de esos vecinos insolentes. Y de hecho, gracias a las vociferaciones de esos inadaptados sociales que desde hacía un mes vivían al otro lado de la medianera, fue que Catalina se perdió de su saludito. Por todo discutían esos González. Para doña Cata, ellos constituían una pareja rarísima de seres insoportables, detestables y execrables que no le habían permitido escuchar el saludo de Fernando dedicado a ella. Más o menos, andaban por los treinta años, pero él, Julián González, era un poco más viejo que su esposa Rita. Y ambos pagarían por lo que le habían hecho, se dijo doña Cata.
De esta manera, la vieja Catalina, echando humo por las orejas, subió a zancadas a la planta de arriba para gritarle unas hermosas palabras a los González desde su balcón. En su apuro, casi se cayó en la escalera, pero finalmente consiguió llegar al segundo piso. Ya comenzaba a abrir la puerta de su pequeño balcón, que daba a la casa de los González, cuando volvió a escuchar los gritos, obviamente con la voz de Fernando Bravo como fondo, quien seguía transmitiendo. En esta oportunidad, Catalina aguzó el oído y se dio cuenta de que más que gritos esos sonidos eran alaridos, gemidos de dolor. Entonces cambió de idea. No se expondría a que la vieran en el balcón, de manera que corrió apenitas la cortina de la ventana más próxima, de forma que sus ojos pudieran ver lo que ocurría del otro lado de la medianera…
La escena de la que fueron testigos sus órganos oculares le resultó terrorífica a doña Catalina. Era bastante más de lo que su mente podía soportar, y como no estaba dispuesta a soñar todas las noches con un Julián González siendo asesinado por su esposa con un cuchillo, contando éste como única defensa con una pata de pollo y unos ravioles que tiraba a la cara de Rita desesperadamente, decidió cerrar la cortina y conformarse con escuchar. Entonces, los gritos se extinguieron, y la voz de Fernando Bravo volvió a ser lo único audible en el lugar. Doña Cata estaba nerviosa, nunca había imaginado que su joven y gritona vecina Rita fuera capaz de matar siquiera a una mosca. Intentando buscar alguna razón que explicase tamaña aberración, Catalina pensó: “Tal vez Julián se lo merecía. Total fue él con sus quejas el que no me dejo escuchar la radio”. Y entonces se acordó. ¡Sí!, ¿cómo podía haberse olvidado que Fernandito, los sábados, repetía dos veces los saluditos? Eso sí que no se lo pudo explicar, de manera que Doña Cata bajó al primer piso y subió el volumen.

Seudónimo: Honroso Ricardo

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