domingo, 25 de octubre de 2009

EL BESO DEL VIENTO (C)

Era increíble verlo imponiendo su poder en el reino del día eterno una vez más. Su velo anaranjado desaparecía el aura de oscuridad que había envuelto todo momentos antes. El aroma del amanecer inundaba el aire; era de la textura del viento, de la brisa marina.
Las letras yacían inmóviles, vacías sobre la mesa. Estaban hacía ya mucho tiempo en la misma posición en la que habían sido dejadas anteriormente. Su razón de ser había sido importante, pero el amor había huido una eternidad, un día, un segundo, qué importaba. No tenía el valor de alterar aquella cosa por miedo quizás, o por tristeza, qué importaba.
Con el sol saltando desde el mar, decidió dar un paseo por la playa. El ruido del mar era muy particular; parecía que las sirenas lo llamaran desde las profundidades, aclamando su nombre en un susurro inaudible. Era sólo su imaginación, o tal vez era verdad, pero qué importaba, ella le había susurrado su nombre mil veces al oído, y ahora sólo el eco quedaba. Recordarla era como intentar robarle las sombras a la oscuridad. Por eso mismo ya no sabía ni siquiera su nombre, ni recordaba su cara, pero qué importaba.
En aquel mar de arena, las pequeñas figuras que el viento formaba le llevaban a su infancia, cuando daba paseos en bicicleta con sus amigos y se sentaba en la orilla de la Atlántida a observar la nada, o todo, por las tardes.
Pero todo esto ya había pasado hacía tanto tiempo…
Sentía una extraña alegría al tocar la arena con sus pies. Era un sentimiento ahora extraño para él, pero esa extrañeza le deleitaba más que la alegría en sí. Tal vez esa excentricidad había sido la verdadera causa, y no sólo una mentira.
Por la carretera que desfilaba a unos cientos de metros, pasó un automóvil errante, que atravesó la tranquilidad como una flecha a una manzana. De pronto, la flecha se detuvo y, como por una ráfaga de viento, apareció ella. Fue como un golpe, una sorpresa que no supo si para él fue buena o mala, qué importaba. Se quedó parado, esperando lo que fue un momento infinito, interminable. Al principio no hicieron falta palabras; era como si todo lo que él había guardado dentro de sí hubiera escapado en unos instantes, con una mirada perdida en la inmensidad de su historia, o simplemente el los destellos de luz de aquella cara que él tanto había visto.
El tiempo se mantuvo quieto, los segundos no pasaban, o probablemente las horas sí, qué importaba.

Seudónimo: Chuen Itzamma

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